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Channel: Young Adult – Jose Antonio Cotrina
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«No son de los nuestros»

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el-ciclo-de-la-luna-rojaÍNDICE DE RELATOS

Se llamaba Diana y había desaparecido.

No había ni rastro de ella en toda Rocavarancolia. La única pista con la que contaban, mínima, ridícula y al mismo tiempo perturbadora, eran las siete gotas de sangre de su almohada. Los hechizos de protección que pendían sobre el torreón Margalar no habían evitado que alguien se la llevara, el gigante de hueso que montaba guardia junto a la torre tampoco había reaccionado ante ninguna amenaza. Ni los sortilegios de rastreo ni los de revelación funcionaban; quienquiera que hubiera raptado a la joven (pues en un rapto pensaban todos) estaba bien protegido contra la magia y había hecho ilocalizable a su víctima.

Hector, acompañado de dama Estío y de los dos hermanos Lexel, cruzó el patio rumbo a las escaleras del palacete. Era un edificio hermoso, con su gran bóveda central y sus enormes ventanales. El ángel negro frunció el entrecejo. Odiaba aquel lugar, y que la legión de las Calaveras lo hubiera escogido como alojamiento le parecía un mal augurio. Rachel había muerto allí, asesinada por Lizbeth. En aquel palacete, la última cosecha de Denéstor Tul había descubierto al fin la verdadera naturaleza de Rocavarancolia.

Marra, la ángel negro que comandaba la legión, aguardaba en la escalera, con los brazos cruzados bajo el pecho. Contemplaba a la comitiva que se aproximaba con expresión mordaz.

En el cielo rugió un dragón. Ceniza y Andras Sula andaban cerca.

—Ha sido alguno de los putos Calaveras, me juego el cuello —había dicho el piromante al poco de conocer la desaparición de Diana. Estaba furioso y no era de extrañar. Andras había sido quien había traído a Diana a Rocavarancolia, como a cada uno de los últimos cosechados. Había habido bajas entre ellos, era inevitable, algo con lo que siempre se contaba. Y aun así él se había tomado cada una de esas muertes como una derrota personal. Como si hubiera roto una promesa.

—Aunque tuvieras razón, necesitamos pruebas que lo demuestren —le dijo Hector—. No podemos acusarlos así como así.

—¿Pruebas? ¿De verdad necesitas pruebas? ¡Era evidente que tarde o temprano esto iba a pasar! —Los ojos del piromante llameaban más que nunca—. Maldito el día en que accedimos a rescatarlos. Teníamos que haber dejado que se pudrieran en Tadar.

Los roces entre los actuales habitantes de Rocavarancolia y la Legión de las Calaveras habían sido constantes desde que estos habían regresado. En un principio habían sido enfrentamientos verbales, pero poco a poco las cosas habían ido a más. La noche anterior, sin ir más lejos, dama Sedalar y sus onyces habían detenido una pelea entre varios miembros de la última cosecha y un par de trasgos.

—Son de los nuestros —había dicho dama Desgarro. La custodia del Panteón Real parecía aferrarse a aquella frase como si fuera un mantra—. Eso es algo que no podemos olvidar.

—No —le dijo dama Sedalar—. Te equivocas si piensas eso, Desgarro. No son de los nuestros, son el pasado; son los que llevaron a Rocavarancolia a la ruina. Son Roallen y Ujthan, son Hurza y dama Serena; son todo lo malo que había en este reino antes de que llegáramos nosotros.

Hector contempló a la ángel negro que los esperaba ante la puerta del palacete. No estaba sola. La acompañaban dos de sus lugartenientes: Varila, un hombre nervudo y tuerto que llevaba la mano derecha enguantada y Campán, un anciano gordo, de ojos porcinos, con aire de mago venido a menos. Dama Desgarro les había rogado que no se fiaran de las apariencias, Campán, a pesar de su aspecto, era un hechicero duro de roer.

Marra les dedicó una sonrisa cuando llegaron a su altura. Una sonrisa envenenada.

—Ha llegado a mis oídos que uno de los vuestros se ha extraviado, una chica al parecer —dijo—. Espero y deseo que aparezca pronto. Rocavarancolia no es buen lugar para deambular en solitario.

—Para eso hemos venido, querida —dijo un hermano Lexel en tono amistoso—. Nos gustaría charlar un rato con tus trasgos.

—¿Y a qué se debe ese interés?

Fue el otro hermano Lexel quien contestó:

—Por lo visto anoche vieron merodear a uno de ellos cerca del torreón Margalar. —Y tras una pausa medida añadió—: Quizá vio algo que nos pueda servir de ayuda. Por eso nos gustaría hacerles unas preguntas.

Marra señaló con su barbilla hacia dama Estío.

—¿Y por eso traéis a esa bruja? ¿Para que hurgue en sus cabezas? No me tomes el pelo, Lexel. No buscáis testigos, buscáis culpables.

—Si son inocentes, no tienen nada que temer —dijo Hector—. Déjanos hablar con ellos.

—Yo misma los interrogaré al respecto y os trasladaré su respuesta. Son mis hombres y están bajo mi mando y mi responsabilidad.

—Marra, una cosechada ha desaparecido —insistió Hector—. Se llama Diana y tiene dieciséis años. Queremos encontrarla, ayúdanos.

—¿Es una petición amistosa o una orden? —Hizo un gesto despectivo—. Bah, tanto da una cosa como otra. La Legión de los Calaveras solo le debe obediencia al rey de Rocavarancolia y por lo que tengo entendido aquí ya no tenéis de eso. Me han dicho que hundisteis el Trono Sagrado en el foso de Rocavaragálago… ¿A qué necio se le ocurriría hacer algo semejante?

—Marra…
Un revuelo de onyces interrumpió la conversación. Descendieron en picado en el patio del palacete como una bandada de sombras soliviantadas, eran varias decenas, agitando enfebrecidas sus alas membranosas. Dama Sedalar apareció entre ellas, con su báculo en la mano y la chistera torcida. Su rostro no auguraba buenas noticias.

—Mis onyces han encontrado un cuerpo destrozado en un callejón —anunció.

Hector maldijo en voz baja y fulminó a Marra con la mirada. No hubo más palabras entre ellos.

—Condúcenos allí —le pidió el ángel negro a la bruja recién llegada.

Dama Sedalar asintió y remontó el vuelo al instante, seguida de cerca por los hermanos Lexel y Hector. Las onyces la siguieron también, pero no todas; un buen número de ellas comenzó a desplegarse alrededor del palacete. Marra hizo un gesto a sus dos hombres y entraron en el edificio, sin dar la espalda en ningún momento a las onyces.

Las sombras de dama Sedalar guiaron al pequeño grupo hacia un callejón cercano al torreón Margalar. Hector arrugó la nariz nada más poner un pie en él. Olía a sangre, a carne masticada, a muerte, a carroña… El cuerpo estaba oculto entre los cascotes de un muro que se había venido abajo. Estaba parcialmente devorado y las dentelladas que se adivinaban en la carne lívida no dejaban lugar a dudas sobre la naturaleza del atacante:

—Trasgos —murmuró un hermano Lexel.

—Esto va a terminar muy mal —murmuró dama Sedalar—. Lo sabes, ¿verdad, Hector?

Él no contestó. La voracidad del monstruo que había hecho aquello quedaba patente en cada una de las dentelladas. No había sido el hambre lo que había guiado a aquel espanto, había sido la rabia. Y Hector recordó a Roallen, a Ricardo… Se acarició la mano derecha de manera involuntaria. Quería apartar la mirada, pero se obligó a no hacerlo. Al cuerpo le faltaba un brazo y buena parte del torso y la cara. Su pelo rubio estaba pegoteado de sangre y mugre. En el suelo, muy cerca del cadáver, tirada entre piedras, había una lanza y, ensartada en su hoja, un pez azul muerto.

Hector respiró hondo antes de hablar, con la voz tomada por la sorpresa:

—No es ella —dijo—. No es Diana.

Relato anterior: Diana

Los cuentos de Rocavarancolia

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